Visitas al Descorche
El corcho es, al menos de unos siglos a esta parte, el más importante producto del alcornocal. Esta vestimenta congénita, desarrollada en millones de años de evolución natural, le ha permitido al alcornoque defenderse de las altas temperaturas, las humedades, los incendios forestales o del ataque de hongos y otras enfermedades o circunstancias propias de las zonas mediterráneas.
Aunque no lo inventó la Naturaleza para ser desprendido del árbol, los humanos pronto aprendimos a disfrutar de sus virtudes. Pueblos de la Antigüedad como egipcios, griegos, romanos, cartagineses o fenicios los usaron ocasionalmente, como flotadores, tapando ánforas, urnas funerarias u otros recipientes.
Pero, sin duda, ha sido otro producto natural muy ligado a la historia de la Humanidad, sobre todo en sus momentos más alegres, el que realmente hizo despuntar al corcho: el vino. Este líquido elemento de necesaria conservación y transporte no tuvo, hasta finales del siglo XVII y tras muchas tentativas, un taponaje de calidad y garantía, lo cual encontró en el noble producto del chaparro.
A partir de este momento, las zonas de alcornocal, entre ellas la nuestra, se verán impregnadas de la cultura y la economía que supondrá esta nueva actividad en sus bosques. Junto a las labores agrícolas y ganaderas propias del entorno rural, se conjuga una importante economía forestal, ciertamente concentrada en las épocas estivales, de junio a agosto, cuando llega la época del descorche.
Cuadrillas enteras, de entre quince a cuarenta lugareños según la magnitud del tajo, se internan en el arbolado para conseguir las preciadas panas. El capataz, los hachas, los arrecogedores, los aguadores, los rajadores, el pesador y el apuntador; los arrieros y los mulos; el cocinero y su pinche; y los zagales, ellos todos componen un cuadro bien apretado, donde el golpeteo acompasado de las hachas hundiéndose en la piel del árbol se entremezcla en armonía con el sonido de los cascos de los mulos, o con algún que otro cante por arrierías.